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viernes, 5 de abril de 2013

II. Llegada a la Pensión






 En la calle Islas Cíes del barrio del Pilar establecí mi primer domicilio, era la casa de los padres de un amigo de mi padre, esos amigos que se hacen en la "mili" y que son para toda la vida. Los primeros días fueron una toma de contacto con la nueva familia, el transporte y la Universidad; tenía que adaptar mi cerebro a un nuevo sistema de referencias, los recorridos del autobús eran mucho más largos, las avenidas mucho más anchas, agobiantes la cantidad de gente que iba de aquí para allá y el número de vehículos que circulaba en un caos aparentemente  sincronizado.


 Transcurrieron un par de meses sin pena ni gloria, la rutina se había apoderado de mi vida y, a pesar de vivir en una ciudad con innumerables ofertas, me limitaba a madrugar para ir a clase en la Escuela de Arquitectura Técnica, comía en casa, estudiaba un rato por la tarde escuchando Radio Intercontinental o Radio Madrid –mi “transistor” no tenía FM- a las 10 a cenar, un rato de tele, un pis y a la cama. Los fines de semana me limitaba a dar un paseo por los alrededores y a hacer visitas con mis anfitriones a sus familiares.



 Por suerte para mí, la situación dio un giro y mi “familia de acogida” comunicó a mis padres que no podían continuar hospedándome, por lo que me vi obligado a buscar alojamiento para lo que restaba de curso.

 Tras recorrer varios pisos de familias que alquilaban habitación a estudiantes y sin ser ninguna de mi agrado –recuerdo una que me horrorizó especialmente, el salón estaba presidido por un enorme retrato de Franco flanqueado por un crucifijo y otro retrato de menor tamaño de José Antonio Primo de Rivera, los rancios muebles que decoraban la estancia exhibían una numerosa colección de imaginería religiosa digna de un museo episcopal. “Vámonos de aquí maño”, pensé, “no vaya a ser que se nos pegue algo…”- como decía, después de mucho buscar acerté a encontrar una pensión que se adaptaba a mis necesidades: estaba bien comunicada, la mayoría de los huéspedes eran estudiantes, me lavaban la ropa –con un pequeño suplemento sobre el precio- e incluía desayuno, comida y cena. Pues nada, a preparar las maletas y mudanza a la calle Argensola (zona de Alonso Martínez).

 La pensión estaba regentada por una peculiar dama de enigmática edad, mengüada estatura y enjuto cuerpo; pelo largo, lacio y rubio; pies de tamaño excepcionalmente grande para su altura y calzados con unas pantuflas agujereadas a la altura de los juanetes;  recorría el inacabable pasillo de la vetusta vivienda con pasitos cortos y rápidos cual ratoncillo en su madriguera. "Hola, me llamo Anita", me dijo cuando llegué a instalarme, "...esta es tu habitación, tu cama y tu armario. La cena es a las 10"

 A la hora que me había indicado la patrona, me encaminé al comedor, conocí al resto de pensionistas y tuve la oportunidad de degustar las "habilidades" culinarias de Anita. Pero, bueno, esto merece otro capítulo aparte.



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